Soltar para renacer 🌊 – Día 7

Soltar para renacer 🌊 – Día 7
Perséfone saliendo del inframundo

Todos hemos escuchado el cliché: “hay que soltar para que lo nuevo llegue”. Suena bonito, incluso hasta lógico… pero nadie te dice lo que duele. Soltar no es una frase de autoayuda que se pega en un post-it. Soltar es arrancarte las raíces, es dejar atrás pedazos de ti que se sienten imposibles de reemplazar. Y, sin embargo, es la única manera de abrir los caminos que estaban bloqueados.

En mi caso, soltar significó despedirme de lo más tangible de mi vida con Rafa. El apartamento que habíamos convertido en hogar, que decoramos y construimos con nuestro esfuerzo conjunto, hasta con la ayuda del padre biológico de mis hijos. Ese espacio guardaba risas, peleas, sueños, y también silencios pesados después de la pérdida.

También significó dejar el local en el CCCT, un lugar que representaba mucho más que un negocio: era un símbolo de lo que habíamos logrado juntos, de lo que podíamos levantar con nuestras propias manos. Nuestros equipos eran viejos, sí, y quizás no valían mucho en dinero, pero para mí representaban todo lo que habíamos creado, horas infinitas de trabajo, sacrificio y orgullo compartido.

Pero más allá de los objetos, lo que tuve que soltar fue la necesidad de demostrar algo. Mi prioridad se volvió salir del radar de la hermana de Rafael, una mujer que transformó su odio en una misión contra mí. Al principio me dolía, me llenaba de rabia, quería responder. Hasta que entendí que seguir enganchada en ese ciclo me mantenía en su mismo nivel, en su misma frecuencia oscura. Y yo no quería eso para mi vida, ni para mis hijos.

La casa lo reflejaba todo: estaba pesada, sucia, cargada de una oscuridad invisible. Había entrado en parálisis. Los objetos me mantenían atada, en una zona de confort envenenada que me robaba la energía y me impedía avanzar. Era como estar viva en un mausoleo.

Yo pude haberme quedado allí, luchando una batalla fútil de demostraciones de poder que no me interesaba. Pero ya había perdido totalmente el miedo y la fe en el sistema judicial. Todo el amedrentamiento, para ese momento, me daba risa. Y al mismo tiempo me mostró algo más profundo: la irracionalidad de la malvada no tenía límites. Rayaba en la locura. Y mantenerme allí, enganchada en esa dinámica, era convertirme en loca yo también.

Ese fue mi punto de quiebre. Esa lucidez fría que llega cuando ya no hay nada que perder. Entendí que el valor económico de lo que estaba defendiendo era mínimo comparado con lo que me estaba costando emocionalmente. Y que el verdadero legado de Rafael, el que sí importaba, ya estaba conmigo: en la vida que construimos, en lo que me enseñó, en lo que yo misma era capaz de crear. Ese legado era una mina de oro, un diamante en bruto, que solo yo podía explotar. Pero no lo iba a lograr si seguía atrapada en esa oscuridad.

Y entonces pasó algo mágico: la vida me tendió manos. Mi abuela, con su patrimonio, me recordó que siempre tendría un hogar al cual regresar. Mi amiga Lorena apareció un día con una camioneta y me dijo: “vamos, yo te ayudo a mover lo primero”. Ese gesto sencillo fue el inicio del engranaje que me sacó del hoyo. Fue como si alguien me tomara de la mano, como a un ciego, y me mostrara el camino hacia la luz.

Claro que hubo miedo. Miedo logístico: mudarme lejos de todo lo que conocía, colegio, oficina, rutinas. Miedo de empezar otra vez desde cero. Pero había algo más fuerte que el miedo: la certeza de que quedarme ahí me estaba matando lentamente.

Y al otro lado de la decisión, lo que encontré fue inmenso. Me mudé a una oficina enorme, en una ubicación que ni en mis sueños ni en los de Rafael hubiese existido. Regresé a la casa de mi infancia, un lugar que necesita trabajo, pero que vibra con la energía del mar, con raíces que me recuerdan quién soy de verdad. Un espacio infinitamente superior al apartamento que dejé atrás.

Lo más hermoso fue reconectar conmigo misma. Con la Karolyn soltera, la que soñaba antes de conocer a Rafael, la que se movía por su propia brújula. Fue como regresar al punto de partida, pero con otras herramientas, con aprendizajes, con cicatrices que ahora son fuerza. Una segunda oportunidad, pero esta vez con más sabiduría.

Y sí, todo subió de nivel. Hasta cambié mi carro por uno más grande y más cómodo. No porque lo material fuera lo importante, sino porque cada cosa nueva era un reflejo de ese salto cuántico que había dado. Todo es más grande, más pleno, más ligero.

Hoy sé que fue la mejor decisión de mi vida. No porque haya sido fácil, sino precisamente porque fue durísima. Porque para renacer hay que morir un poco. Para que entre lo nuevo, hay que dejar ir lo viejo.

Soltar no es perder. Soltar es elegir tu paz. Y cuando lo haces, el universo se abre de maneras que nunca imaginaste.


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